(Artículo escrito
por Esther Vivas y publicado en la revista Agricultura y Ganadería Ecológica de
la Sociedad Española de Agricultura Ecológica, nº11, primavera 2013)
¿Qué comemos? ¿De dónde viene, cómo se ha elaborado y qué precio pagamos por aquello que compramos? Son preguntas que cada vez se formulan más consumidores. En un mundo globalizado, donde la distancia entre campesino y consumidor se ha alargado hasta tal punto en qué ambos prácticamente no tienen ninguna incidencia en la cadena agroalimentaria, saber qué nos llevamos a la boca importa de nuevo, y mucho.
Así lo ponen de
manifiesto las experiencias de grupos y cooperativas de consumo agroecológico
que en los últimos años han proliferado por doquier en todo el Estado español.
Se trata de devolver la capacidad de decidir sobre la producción, la
distribución y el consumo de alimentos a los principales actores que participan
en dicho proceso, al campesinado y a los consumidores. Lo que en otras palabras
se llama: la soberanía alimentaria. Que
significa, como la misma palabra indica, ser soberano, tener la capacidad de
decidir, en lo que respecta a nuestra alimentación (Desmarais, 2007).
Algo que puede
parecer muy sencillo, pero que en realidad no lo es. Ya que hoy el sistema
agrícola y alimentario está monopolizado por un puñado de empresas de la
industria agroalimentaria y de la distribución que imponen sus intereses
particulares, de hacer negocio con la comida, a los derechos campesinos y a las
necesidades alimentarias de las personas. Sólo así se explica tanta comida y
tanta gente sin comer. La producción de alimentos desde los años 60 hasta la
actualidad se ha multiplicado por tres, mientras que la población mundial,
desde entonces, tan solo se ha duplicado (GRAIN, 2008), pero, aún así, casi 900
millones de personas, según la FAO, pasan hambre. Está claro que algo no
funciona.
Algunas características
Los grupos y las
cooperativas de consumo plantean un modelo de agricultura y alimentación
antagónico al dominante. Su objetivo: acortar la distancia entre producción y
consumo, eliminar intermediarios y establecer unas relaciones de confianza y
solidaridad entre ambos extremos de la cadena, entre el campo y la ciudad;
apoyar una agricultura
campesina y de proximidad que cuida de nuestra tierra y que defiende un mundo
rural vivo con el propósito de poder vivir dignamente del campo; y promover una
agricultura ecológica y de temporada, que respete y tenga en cuenta los ciclos
de la tierra. Asimismo, en las ciudades, estas experiencias permiten fortalecer
el tejido local,generar
conocimiento mutuo y promover iniciativas basadas en al autogestión y la
autoorganización.
De hecho, la mayor
parte de los grupos de consumo se encuentran en los núcleos urbanos, donde la
distancia y la dificultad para contactar directamente con los productores es
más grande, y, de este modo, personas de un barrio o una localidad se juntan
para llevar a cabo "otro consumo". Existen, asimismo, varios modelos:
aquellos en que el productor sirve semanalmente una cesta, cerrada, con frutas
y verduras o aquellos en que el
consumidor puede elegir qué alimentos de temporada quiere consumir de una lista
de productos que ofrece el campesino o campesinos con quien trabaja. También, a
nivel legal, encontramos mayoritariamente grupos dados de alta como asociación
y unos pocos, de experiencias más consolidadas y con larga trayectoria, con
formato de sociedad cooperativa (Vivas, 2010).
Un poco de historia
Los primeros grupos
surgieron, en el Estado español, a finales de los años 80 y principios de los
90, mayoritariamente, en Andalucía y Catalunya, aunque también encontramos
algunos en Euskal Herria y el País Valencià, entre otros. Una segunda oleada se
produjo en los años 2000, cuando éstas experimentaron un crecimiento muy
importante allá donde ya existían y aparecieron por primera vez donde no tenían
presencia. A día de hoy, estas iniciativas se han consolidado y multiplicado de
manera muy significativa,
en un proceso difícil de cuantificar debido a su propio carácter.
El auge de estas
experiencias responde, desde mi punto de vista, a dos cuestiones centrales. Por
un lado, a una creciente preocupación social acerca de qué comemos, frente a la
proliferación de escándalos alimentarios, desde hace algunos años, como las
vacas locas, los pollos con dioxinas, la gripe porcina, la e-coli, etc. Comer,
y comer bien, importa de nuevo. Y, por otro lado, a la necesidad de muchos
activistas sociales de buscar alternativas en lo cotidiano, más allá de
movilizarse contra la globalización neoliberal y sus artífices. De aquí, que
justo después de la emergencia del movimiento antiglobalización y antiguerra, a
principios de los años 2000, una parte significativa de las personas que
participaron activamente en estos espacios impulsaran o entraran a formar parte de
grupos de consumo agroecológico, redes de intercambio, medios de comunicación
alternativos, etc.
Comer bien versus
cambio político
De este modo,
observamos dos sensibilidades que integran a menudo dichas experiencias. Una
que apuesta, en términos generales, por "comer bien", dando un mayor
peso a cuestiones relacionadas con la salud y otra que, a pesar de tener en
cuenta estos elementos, enfatiza más el carácter transformador y político de
estas iniciativas. He aquí el reto de los grupos y las cooperativas de consumo,
reivindicar una alimentación sana y saludable para todo el mundo. Lo que
implica no perder de vista la perspectiva
política de cambio.
Si queremos una
agricultura sin pesticidas ni transgénicos es necesario empezar por exigir la
prohibición de los cultivos transgénicos en el Estado español, puerta de
entrada, y paraíso, de los Organismos Genéticamente Modificados en toda Europa.
Si queremos una agricultura de proximidad, que no contamine el medio ambiente,
con alimentos que recorren miles de kilómetros de distancia (Amigos de la
Tierra, 2012), es imprescindible
una reforma agraria y un banco público de tierras, que en vez de especular con
el territorio lo haga accesible a quienes quieren vivir de trabajar la tierra.
En definitiva, o cambiamos radicalmente este sistema o "comer bien"
se convertirá en un privilegio sólo accesible para quienes se lo puedan
permitir.
Los grupos de
consumo son sólo un primer paso para avanzar hacia "otra agricultura y
otra alimentación", pero deben ir más allá y cuestionar el sistema
político y económico que sustenta el actual modelo agroalimentario. La comida,
como la vivienda, la sanidad, la educación..., no se vende, se defiende.
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